La estrella de Hannah Arendt, cuyos análisis de la cuestión judía y del totalitarismo alcanzaron una notoriedad sin parangón, brilla como pocas en el firmamento del pensamiento del siglo XX. Pero ¿no hay acaso una punzante contradicción en su obra? Hallamos en ella una descripción crítica del totalitarismo nacionalsocialista, sin duda, pero también la apología de Heidegger, erigido -pese a los encomios que dedicó este a la "verdad interior y grandeza" del movimiento nazi- en monarca oculto del reino del pensamiento. El análisis de obras suyas, como Los orígenes del totalitarismo, revela cómo Arendt despliega una visión heideggeriana de la modernidad. En La condición humana, la concepción deshumanizada de la humanidad que trabaja, así como la poca estima que le merecen las sociedades igualitarias, también llevan el sello de Heidegger. Por otra parte, cartas inéditas hasta la fecha desvelan que Arendt decidió seguir los pasos de Heidegger aun antes de su célebre reencuentro del año 1950. Una filiación intelectual que desde luego no cabe reducir a la mera pasión amorosa y merece ser tomada muy en serio. Huelga decir que Arendt no comparte el antisemitismo exterminador de Heidegger, un antisemitismo que la reciente publicación de sus Cuadernos negros viene a corroborar. Mas ¿qué ocurre con el pensamiento, instrumentalizado en la oposición -nuevo mito moderno- entre un Heidegger, el "maestro", retirado a su cabaña de Todtnauberg bajo las cumbres nevadas, y un Eichmann, el autómata carente de pensamiento, el bufón encerrado en su jaula de cristal?