A mediados de los años sesenta las galerías neoyorquinas se llenaron de objetos sencillos, geométricos, de apariencia, bien pobre, bien industrial, que, colocados en fila, atravesados en una esquina o en medio de la habitación, irrumpían en el espacio físico del espectador. Estos objetos suponían un escándalo para la sensibilidad vanguardista, y necesitaban de conceptos de experiencia estética y de obra de arte de diferentes a los manejados por los críticos de aquellos años.