Si se revisa con detenimiento la historia común de dos países, quizá lo primero por considerar sea la manera en como sus ciudadanos, sus gobernantes y sus próceres se han comunicado entre sí. Habría que sospechar entonces que, para tener un panorama fidedigno, lo que resulta más atractivo puede no ser solo las relaciones oficiales, sino la correspondencia establecida entre toda suerte de interlocutores. El destino de México y Francia se ha cruzado desde épocas en que ambos países tenían rostros muy distintos a los del presente. De esos encuentros comunes está hecho este libro. Ya desde 1789, antes de que México se conformara como nación, y mientras Francia pasaba por una de las etapas definitivas de su historia, Francois de Fossa, originario de Perpiñán, escribía a sus seres queridos para hacerles saber cómo se encontraba en la Nueva España. Otras coincidencias tuvieron un carácter menos personal. Conocida es la influencia que tuvo el pensamiento francés de la Ilustración en Miguel Hidalgo y la importancia de conceptos que vinieron de ultramar para aportar a la conformación del México moderno. Aquí se encuentra, por ejemplo, la correspondencia entre Justo Sierra y Victor Hugo a propósito de la Guerra franco-prusiana; o la fascinación que Melchor Ocampo tenía por la modernidad, nacida durante su estancia en París. Es notorio que México haya visto en Francia un modelo y Francia haya visto en México un igual. Sin embargo, las relaciones van más allá de lo político. También contemplan, casi desde la intimidad, al ciudadano común, al cual es posible ver en personas como Eugéne Latapi, la familia Fontanges o el padre Félix de Jesús Rougier. Sus ciudadanos han tenido un contacto excepcional. El interés y la influencia de uno hacia otro son innegables. En lo cultural, hay más que un vínculo estrecho.