La estética ha pretendido en el siglo veinte ser algo más que la parte de la filosofía que habla de lo bello y del buen gusto. Por un lado, la disciplina ha mantenido una relación de complicidad con la literatura, con las artes figurativas, con la música, sin dejarse asustar por las más osadas innovaciones y por los más arriesgados experimentos; por otro, se ha visto mezclada con la burocracia institucional, con las exposiciones, con la organización y difusión de productos artísticos y culturales. La estética se ha enfrentado con los grandes problemas de la vida individual y colectiva, se ha preguntado por el sentido de la existencia, ha fomentado desafiantes utopías sociales, se ha sentido implicada en los interrogantes propios de la vida cotidiana y también ha singularizado sutiles distinciones cognitivas. Asimismo, ha examinado con profundidad temas y cuestiones filosóficas y teológicas de trascendencia histórica, ha indagado sus afinidades y divergencias con la moral y la economía, ha establecido relaciones con las restantes disciplinas filosóficas, con las ciencias humanas e, incluso, con las naturales, la física y las matemáticas.