En La pisada del ñandú (o cómo transformamos los silencios) hay una tenue continuidad entre voces, pieles y estrellas, pero, sobre todo, de polvo. Del polvo de las huellas del ñandú que les colonizadores convirtieron en la Cruz del Sur; del polvo que han tenido que tragar unos cuerpos al fijar sus sexualidades nómadas en una identidad de género; del polvo que han guardado las fotografías en los archivos personales de cuerpos que exceden la normatividad de esa imposición colonial. Pero también del polvo que se levanta en la danza y que anida debajo de las uñas cuando se escarba en la historia para arrancar otro hilo narrativo, otro aliento, para levantar cuidadosamente imágenes, memorias y ruidos de esas formas de vida que no han dejado de morderse, para excitar con la saliva otro movimiento.