Quietud.
Ésa es la primera palabra que llegó a mi mano, permaneciendo, tras contemplar el conjunto de obras de la serie «Testigos»(2010) de Rafael Navarro (Zaragoza, 1940). Alejados ahora instantes y fragmentos de cuerpos, aguas u horizontes, fracciones de movimiento en los que otrora indagara el artista, las imágenes de esta nueva serie se instalan en un inmenso horizonte revelado por la quietud. Calma vibrante que pareciere teñida por la grisalla. Algo que, por otro lado, había sido frecuentado por Navarro, aficionado éste a una cierta entropía de la visión que conllevaba a que muchas de sus creaciones permanecieran en lo que, resumiendo, podría calificarse de laxitud circunspecta, una suerte de suspensión temporal. Algo esto último, es sabido, fundamental en la creación, pues es desde ese punto de síntesis y de eliminación de lo accesorio, de deliberada búsqueda del despojamiento, que surgirá la obra creadora de altos vuelos. Tras lo que pareciere ser un misterioso sigilo. Si bien ha sido frecuente ese aspecto silente en el trabajo anterior de Rafael Navarro, también es cierto que «Testigos» aparece como extremitud de esa cadencia, tan suya, de imágenes silenciosas que, por contra, mencionan siempre valores extraordinarios, tales al sentimiento. Quietud mostrada, en el caso que nos ocupa, mediante la representación de su personal laboratorio de paisajes. Hojas, vegetales o flores, captados, por lo general fragmentariamente, entre la anegación de un
refulgir de sombras. Summa vegetabilis pues, fragmento de la simple y efímera hoja mas, también, detalle del árbol milenario, pareciere en alusión permanente a la diferente concepción del tiempo que enfrenta el tiempo humano y el vegetal.